Isidoro era un hombre solitario, meticuloso, huraño, de carácter agrio, al que daba toda la sensación, no alejada de la verdad, de que le encantab a que las personas con las que trataba hicieran algo mal o cometieran errores en su trabajo y así, él tenía argumentos con los que protestar de manera airada. Ese día se levantó con una extraña sensación, algo le decía que iba a ser un día especial e inolvidable. Se iba de vacaciones. Había preparado estas vacaciones con la minuciosidad que le caracterizaba, quería saber en cada momento donde estaría, que es lo que tendría que hacer, a qué servicios podría acceder. Todo planificado, hasta el más mínimo detalle. Lo había logrado después de innumerables tentativas con diversas agencias de viajes, con cuyo personal discutió las condiciones del viaje hasta la extenuación. Aun así, estaba convencido de que se cometerían incumplimientos de lo contratado y casi se relamía de gusto pensando en las quejas y reclamaciones que iba a presentar.Una vez aseado, vestido, desayunado y con el equipaje preparado, se sentó a esperar que llegara el microbús de la agencia que le trasladaría al aeropuerto.Faltaban cinco minutos para la hora señalada y ya estaba imaginando la primera bronca del día al conductor por su impuntualidad. El sonido del timbre de la puerta le sobresaltó por inesperado, a través del telefonillo una voz campechana le daba los buenos días y le informaba que su medio de transporte estaba listo y que si quería, un joven subiría a su casa para ayudarle a bajar el equipaje. Apenas balbuceando, Isidoro le respondió que no hacía falta, que ya bajaba él. Un chico joven apareció en el portal de su casa, le recogió con diligencia el equipaje y lo colocó en el maletero del vehículo, al tiempo que el conductor le saludaba dándose un leve toque en la visera de la gorra y le indicaba que podía subir y ocupar su asiento. Al acceder al interior del microbús fue saludado por el resto de viajeros, a lo que Isidoro respondió con un “buenos días” dicho entre dientes, el conductor le señaló su asiento e informó que sin más pérdida de tiempo se dirigirían al aeropuerto.El conductor se manejaba con soltura y profesionalidad entre el ya considerable tráfico matutino, desplazándose por las calles más despejadas para acceder a la vía principal que les llevaría a su destino. Isidoro miraba su reloj calculando el tiempo que tardarían en llegar al aeropuerto, estaba convencido de que no llegarían con las dos horas de antelación con que se recomendaba a los pasajeros para que la facturación del equipaje se hiciera sin prisas. Con una suave frenada el vehículo se detuvo en la entrada de la terminal, miró su reloj y apretó las mandíbulas cuando observó que habían llegado con diez minutos de adelanto sobre la hora recomendada. Cuando bajó del microbús su equipaje se estaba cargando en un carrito y otro empleado de la agencia, que se había unido al joven ayudante, le saludaba y le decía a qué mostrador debía dirigirse, indicándole que allí le facilitarían el pasaje y toda la información que recisase.Mientras se dirigía al mostrador señalado, iba pensando en que seguro que ahora empezarían a sucederse los fallos en los horarios, la atención poco adecuada, la información poco precisa. De nada serviría que hasta el momento todo hubiera ido bien; él sería implacable, como siempre.No pudo ocultar una sonrisa cuando vio que en el mostrador de la agencia había un solo empleado al que casi tapaban los numerosos miembros de lo que debía ser una familia, y todo parecía indicar que discutían. Se situó en el otro extremo del mostrador frotándose las manos, pero la sonrisa desapareció de su rostro al tiempo que aparecía el de una mujer morena que le saludaba y preguntaba qué se le ofrecía.Con celeridad le fue entregada toda la documentación e información necesaria para embarcar, que la empleada le repitió con voz agradable y bien modulada: el mostrador de facturación, la puerta de embarque, el número de vuelo, la hora de partida y el número de asiento que tenía reservado. Isidoro la escuchó con no disimulada impaciencia, asintiendo con la cabeza a las explicaciones de la mujer.A continuación, se dirigió veloz al mostrador que le correspondía para facturar las maletas, estaba convencido de que allí empezarían, sin duda, los problemas. Apenas tuvo que hacer cola y le atendió un joven que llevaba una camisa blanca impoluta y perfectamente planchada, con la apariencia de estar recién duchado y afeitado. Con eficacia, revisó el pasaje, le identificó, pesó las maletas y les colocó la cinta adhesiva en las asas antes de ponerlas en la cinta transportadora. Mientras las maletas desaparecían tras unas cortinas plastificadas, el empleado de la compañía aérea le repetía la información sobre la puerta de embarque, identificador de vuelo, hora prevista de despegue y asiento que le correspondía. Isidoro, con tono enfadado, le preguntó si había puesto los datos correctos en el equipaje, que a ver si le perdían las maletas.El empleado, manteniendo el semblante amable que tenía desde el principio, le dijo que estaba todo correcto y le pasaba un impreso de reclamaciones por si tenía algún problema.Una vez localizada la puerta por donde debía pasar el control policial y embarcar, deambuló por el largo pasillo de la terminal sin perder de vista los monitores que mostraban la situación de los distintos vuelos, su horas de partida y si sucedía alguna incidencia. Estaba nervioso, su vuelo acababa de aparecer en las pantallas y de momento todo iba bien, cada vez que pasaba por delante de alguno de los monitores tenía la secreta esperanza de que apareciese la palabra mágica: retraso, o mejor aún, suspendido. Tal expectativa le hacia salivar.Quedaba poco más de una hora para la partida cuando por los altavoces del aeropuerto una voz femenina, clara aunque algo engolada, comunicaba a los pasajeros de su vuelo que podían acceder cuando quisieran a la zona de embarque. Isidoro se dirigió a la misma, pasó el control policial y se sentó en una de las butacas de la sala de espera. Sentía algo de frío pero las manos le sudaban levemente y los labios dibujaban una mueca de fastidio. Pasados solo unos minutos, una chica vestida con el uniforme de la compañía aérea informaba a los pasajeros presentes que cuando quisieran podían proceder a embarcar. La chica estaba acompañada de un hombre de aspecto serio, uniformado también, que con gesto amable le solicitó su identificación al tiempo que la joven metía el pasaje por una ranura y lo sacaba por otra para su reconocimiento magnético. Le indicaron que siguiendo el túnel que tenían a sus espaldas llegaría directamente al avión. A medida que avanzó por el pasillo su semblante se tornó malicioso, seguro que ahora los tendrían sentados en el avión y sin despegar a la hora, por las manidas causas técnicas o incluso por tener que esperar a algún pasajero VIP, este pensamiento le hizo cerrar los ojos un momento y respirar con cierta satisfacción.Al llegar al avión una atenta azafata, que se identificó como la sobrecargo, le dio la bienvenida, miró su billete y le informó con precisión dónde estaba su asiento, en su fuero interno no pudo ocultar el desagrado que le produjo ver que se había cumplido lo que le dijeron en la agencia: el asiento era de ventanilla. Este desagrado se le mitigó algo pensando en la larga espera que con toda seguridad le aguardaba hasta que el avión despegase, pero cinco minutos antes de la hora prevista, una voz metálica sonó en los altavoces del aparato, el Comandante Ramírez saludaba a los pasajeros y les informaba que iban a despegar, así como la velocidad de crucero que llevarían y la hora de llegada. Isidoro tomó este último dato y, como si fuera un comando dispuesto a una peligrosa acción, miró su reloj, asintiendo levemente con la cabeza y frunciendo los labios. De manera inmediata, el avión arrancó, tomando mayor velocidad a medida que avanzaba por la pista, fue un despegue de manual. Isidoro miraba serio y ensimismado por la ventanilla.Las azafatas realizaron con precisión las indicaciones de información de seguridad necesarias, así como de los servicios que podían recibir los pasajeros durante el vuelo. Isidoro comprobó minuciosamente todos los detalles y cuando le pasaron los auriculares para ver la película y verificar que funcionaban a la perfección, sin interferencias, no pudo evitar dar un golpe con los puños en los reposa brazos del asiento. El vuelo transcurrió sin ningún incidente, hasta la comida resultaba pasable para lo que es habitual, pero Isidoro tenía un nudo en el estómago que apenas le permitió probar bocado, así que dormitó, soñando con ásperas discusiones con los miembros de la tripulación.Le sacó de sus ensoñaciones el Comandante Ramírez, quien informó que iban a aterrizar a la hora prevista, confiando volver a encontrarse con ellos en el aire.El aterrizaje fue modélico, sin saltos por la pista ni frenadas bruscas. Cuando el avión se detuvo, Isidoro se desabrochó con rabia mal contenida el cinturón de seguridad y esperó las indicaciones de la sobrecargo para salir del avión. Al llegar a la puerta abierta fue despedido con amabilidad por una azafata, Isidoro la miró con desprecio y salió. Avanzaba hacia la zona en donde recogería el equipaje, no hacía más que pensar que desde luego su inicio de vacaciones no podía estar más alejado de lo que él había esperado; pero no todo estaba perdido, ahora se encontraba en otro país y no era la eficiencia lo que les caracterizaba. En pocos minutos el sinfín que transportaba las maletas se puso en marcha y no podía dar crédito a lo que veía, sus dos maletas avanzaban hacia donde él estaba al frente de un numeroso pelotón. De mala gana las cargó en el carrillo y se dirigió al paso de aduana; allí, una policía de cara morena le sonrió, le pidió la documentación y le pidió que pasara por el detector de metales. Cuando acabó la operación le deseó una feliz estancia en su país y alabó el hotel escogido.Cuando salió por la puerta que le habían señalado para acceder a la zona libre del aeropuerto, un hombre orondo y de aspecto bonachón le abordó, llamándole por su apellido e indicándole que era de la agencia y que estaba allí para llevarle al hotel. Con diligencia transportó el carrito, cargó las maletas en el automóvil y le abrió la puerta trasera para que se montara. Isidoro no soltó palabra, más allá de algunos sonidos guturales y asentimientos o negaciones con la cabeza a las preguntas e indicaciones del empleado.En el trayecto hasta el hotel miraba sin ver por la ventanilla, despreocupado de la forma de conducir de aquel tipo, sin mirar el reloj para ver si se cumplía el horario, sentía un desasosiego que no sabía explicarse. Al llegar al hotel el conductor se lo dijo con discreción a Isidoro, que ni se había percatado, bajó del coche como un sonámbulo, ni siquiera fue consciente de que un botones se había acercado y ya cargaba su equipaje. Isidoro hizo un gran esfuerzo de voluntad y entró en el hotel tras el botones y el conductor.Con atención exquisita y rapidez fue recibido en recepción y realizado todos los trámites hasta entregarle la llave de su habitación, el recepcionista le dio la bienvenida y le deseó que disfrutara de la estancia. Antes de subir al ascensor, el conductor le indicó que en una hora se pondría en contacto con él el delegado de la agencia, para facilitarle cuanta información precisase para acceder a los distintos servicios que hubiera contratado u otros que deseara. Isidoro le despidió con maneras desabridas.Al entrar en la habitación siguiendo al botones no pudo evitar una nueva muestra de desagrado, la habitación era tal como le habían dicho en la agencia, con balcón mirando al mar. Despidió al botones de malos modos, sin darle propina, y se dispuso a comprobar todas las luces, grifos, cierres y servicios de que disponía la habitación, abatido se sentó en la cama. Todo funcionaba. Sus tenues esperanzas de encontrar algún fallo, por leve que fuera, se habían venido abajo.La perspectiva de que en estas vacaciones todo saliera como estaba previsto le sacaba de quicio.Sonó el teléfono y gritando preguntó quien era, se presentó el delegado de la agencia y le preguntó si podía bajar a recepción para hablar unos minutos o si prefería hacerlo en otro momento. De malos modos Isidoro le dijo que bajaría inmediatamente.Tomó el ascensor, iba meditabundo y con un dolor de estómago cada vez mayor que le atenazaba, era la viva imagen de un soldado que volvía del frente derrotado. El delegado era un hombre de mediana edad, moreno y con un fino bigote, se presentó con esmerada educación. Isidoro ni se dignó a mirarle a la cara. Pero el delegado, hombre curtido en estas lides, ni se inmutó, señaló dos sillones cercanos para sentarse y se dispuso a informar a su cliente con todo lujo de detalles. Isidoro ni oía las explicaciones, estaba tramando su venganza.Cuando el delegado finalizó su exposición, le preguntó si le había quedado todo claro y que estaba a su disposición para cualquier cosa. En ese momento, Isidoro levantó la mirada por primera vez en toda la conversación, y fijando sus ojos en los de la otra persona, le dijo que sí, que si quería que hiciera algo por él, el delegado se movió en su asiento y acercó su rostro al de Isidoro dispuesto a escucharle y preparado para atender la petición. Isidoro se echó hacia atrás y con un semblante por primera vez relajado, le pidió, con voz casi suplicante, que le consiguiera un billete de regreso a su casa en el primer avión que saliera. _Asombrado_ |